Avanzamos en el extracto que las primeras agendas beben históricamente de los calendarios y podemos establecer una relación evolutiva entre ambos. Hagamos un pequeño repaso previo, la evolución del calendario, bajo la necesidad del ser humano de representar el paso del tiempo.
El calendario, un ancestro probable.
Los sumerios dividieron el año en doce ciclos lunares para que, más tarde, los babilonios establecieran el día en 24 horas y la hora en 60 minutos.
Agendar, las distancias se acortan.
En tiempos del Imperio Romano, se editaban pequeños folletos con mapas donde se establecía un itinerario, vocablo que proviene del latín itineris. Estos «viajes de un día» organizaban estas pequeñas rutas, como una Guía Repsol.
De igual manera, imaginemos por un momento a Felipe II gobernando su imperio en América. Las distancias y los medios de transporte de la época hacían que las comunicaciones entre España y América se demoraran meses. Una orden dictada, un conflicto, la firma de un tratado, un nombramiento se fechaban en meses con lo que apoyarse en un calendario resultaba de utilidad.
Con la revolución industrial y el ferrocarril, las distancias y los tiempos se acortan al punto que podemos «agendar» en días o semanas. La actual agenda, con su formato, nace para dar respuesta a esta nueva realidad. Se empiezan a editar almanaques con espacios para notas diarias.
Fechar la primera agenda tal cual hoy la conocemos es complicado aunque ejemplos tenemos con la agenda comercial norteamericana de finales del XVIII, la agenda francesa de principios de XIX que surge con el objetivo de plasmar «las cosas diarias que debo hacer» que se combinaba con un cuaderno de notas.
Lo que si es cierto es que la agenda, desde mediados del XIX se acepta de forma amplia siendo la agenda un elemento esencial en el siglo XX en oficinas y hogares.
¡Esperamos que os haya resultado de utilidad!